La necesaria democratización de Nicaragua: Apuntes para después de abril

Por Javier Silva Navas

9 julio, 2019

Históricamente, las grandes oleadas democratizadoras en América Latina han llegado después del desmantelamiento de las dictaduras militares o a partir de profundas crisis de Estado. Las transiciones, desde regímenes autoritarios, están marcadas por rupturas violentas de desmantelamiento del antiguo régimen o por negociaciones entre las distintas fuerzas en contienda, que en muchos casos se prolongan en el tiempo o terminan siendo fallidas.

Durante los últimos cuarenta años, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) ha sido quizá el actor político más importante en la historia del país. Ha sido partícipe de las últimas tres crisis de Estado en Nicaragua, que han implicado transiciones complejas y diversas. En Nicaragua se ha transitado de la Dictadura, a la Revolución y al Neoliberalismo, todo en un periodo de tiempo relativamente corto.

A partir de 1990, empieza en Nicaragua una transición negociada hacia una “democracia liberal representativa”, supuestamente fundamentada en la creación de una nueva arquitectura institucional. Sin embargo, la fragilidad económica en la que se encontraba el país, así como la dependencia política del nuevo Gobierno con los Estados Unidos, generó una institucionalidad tutelada por los programas de ajuste estructural, por la injerencia norteamericana, por la debilidad política de la coalición gobernante y por la aún fuerte influencia institucional del FSLN.

Es así, que la llamada ola democratizadora de la transición nicaragüense de los noventa, estuvo condicionada por la falta de consenso político a largo plazo. La solución de la clase política nicaragüense a esta problemática fue la de mantener la apertura económica neoliberal, pero posponer las transformaciones institucionales necesarias del sistema político. El pacto entre Daniel Ortega y Arnoldo Alemán en 1999 fue la representación de la institucionalidad fallida que caracterizaría a Nicaragua durante los siguientes años.

Schedler, en su libro “La política de la incertidumbre en los regímenes electorales autoritarios”, nos relata que las transiciones a la democracia liberal en América Latina también han estado marcadas por el surgimiento de regímenes electorales autoritarios. Estas mantienen las instituciones propias de la democracia representativa como elecciones regulares, sufragio universal o pluripartidismo, pero con profundas tensiones políticas que se producen en ambientes de incertidumbre institucional e informativa para los actores políticos en el poder, los opositores y la ciudadanía.

Con la llegada nuevamente de Daniel Ortega al Gobierno en 2007, empieza la consolidación de un proyecto con vocación corporativista en Nicaragua. Esto significa que se apuesta por una profundización de la fallida institucionalidad del Estado heredada de los noventa. Esto deja fuera toda posibilidad de democracia representativa en la toma de decisiones o en la formulación de las políticas públicas, así como la generación de instituciones sólidas que mantengan un equilibrio adecuado entre el modelo neoliberal en curso y un sistema político abierto que reduzca la incertidumbre.

Es así como el Gobierno del FSLN integra dentro de la institucional estatal toda la estructura o andamiaje partidario, generando de facto un poder paralelo en la administración pública. El fundamento de este modelo corporativo que se empezó a desplegar en Nicaragua estaba dado por el carácter centralista del Estado, en la creación de un modelo que el Gobierno llamó de “Consenso Tripartito” (integrado por Sindicatos, Gremio Empresarial y Gobierno) al que se le dio rango constitucional y desde donde se tomaban las principales decisiones económicas del país.

La consolidación de esta nueva hegemonía corporativista se fortaleció con la construcción de un modelo institucional de Estado–Partido que implicaba la centralización del poder, pero al mismo tiempo como se ha dicho, en la privatización de las demandas sociales a través de un andamiaje corporativo que sirviera como filtro de cooptación de estas. Esto se convertiría en el corolario de la futura crisis de Estado.

La crisis de abril de 2018, inauguró la posibilidad de una nueva transición en Nicaragua, que necesariamente debe implicar una profunda reforma del Estado y de la institucionalidad. Está cada vez más claro que esta nueva transición será inevitablemente negociada, dada la peculiaridad de esta crisis, que dejó a las partes en contienda sin posibilidad de doblegar por sí sola una a la otra. En este sentido, aún son inciertos los resultados de este proceso, pero deben conducir necesariamente al debate sobre qué tipo de institucionalidad estatal necesita el país para hacer factible la coexistencia de las distintas fuerzas.

El desmantelamiento del Estado-Partido-Corporativo debe ser un primer paso necesario en la construcción de un nuevo pacto social.

“También debe darse un debate profundo, lo más plural posible, sobre la idea de Estado, de instituciones y de participación ciudadana que se requiere en el país.”

Javier Silva

Los mínimos institucionales para restablecer la convivencia deben ser resultado de la negociación en curso; sin embargo, moldear una nueva arquitectura institucional balanceada, que no apunte a la partidización, que sea regulada por instituciones ciudadanas de contraloría social, que saque de la Asamblea Nacional el nombramiento de las principales autoridades del Estado, al ser este el órgano más partidarizado del país, son solo algunas de las tareas que se vienen por delante. Al final, lo que debe evitarse es el eterno retorno a los ciclos de violencia, a fallidas institucionalizaciones, a la incertidumbre eterna que ha caracterizado a la vida política nacional.

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