Reflexiones sobre el devenir democrático de Nicaragua

Por JEOG

23 agosto, 2019

Definir democracia es, ya de entrada, un reto conceptual importante. En teoría política, la democracia necesita al menos dos elementos para existir: un contrato social que oriente la relación entre lo público (el Estado), y lo privado (la sociedad y el mercado), y un mecanismo de solución pacífico de controversias. Hasta ahora, la mejor definición que he encontrado es la del politólogo alemán Ross Campbell, que define la democracia como el espacio que garantiza la supervivencia y participación de una “coalición de perdedores.” [1]. La democracia es, pues, la garantía de que todos (ganadores y perdedores) participemos de alguna forma en el quehacer político y social de un país.

En Nicaragua, sin embargo, esta forma de hacer gobierno ha trastocado otros elementos fundamentales que están presentes en todas (o casi todas) las democracias liberales occidentales. Esta “coalición de perdedores”, a la que se refiere Campbell, ha logrado crear, a través de pactos y acuerdos de cúpula, formas de gobierno excluyentes y poco participativas. El modus operandi del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) a partir de los 90 fue precisamente de esta manera. El gobernar “desde abajo”, en un país polarizado por la guerra civil de los 80, creo dos estructuras paralelas de poder: la formal (que encaraba la Unión Nacional Opositora, UNO) y la fáctica (que la tuvo Daniel Ortega desde el FSLN). El poder fáctico de Ortega se resistió a convertirse en ser esa “coalición perdedora” de la que habla Campbell, y más bien creó un candado institucional con Arnoldo Alemán que le permitió llegar al poder nuevamente en el 2007. El resto es historia.

La crisis de abril de 2018 reflejó precisamente ese atraso político de nuestro país. El problema no fue la crisis del sistema de seguridad social (que al final sucede en todos los países del mundo). El problema fue que el sistema político del país no le permitió a la ciudadanía el exit and voice (salida o voz) del que hablaba Albert Hirschman—es decir, la posibilidad de que la población rechace o acepte la calidad de un bien a través de la protesta. Para enfrentar la protesta liderada por estudiantes, el gobierno de Ortega recurrió a la fuerza policial y parapolicial asesinando, en menos de dos semanas, a decenas de personas. Peor aún, en el día de las Madres del 2018, cual película de horror que demuestra las formas más abyectas del odio y la crueldad, jóvenes murieron por francotiradores en una marcha liderada por las madres de abril.

Desde entonces, cualquier cosa que haya hecho el gobierno de Nicaragua para conservar el poder es producto del atraso político e institucional de nuestro país. Es el atraso de pensar y hacer la política. Lo probablemente “bueno” (y pongo este adjetivo con dudosas comillas) de la crisis de abril es que ya en Nicaragua se dio un quiebre importante hacia la modernidad. Se crearon, a la fuerza, espacios políticos y sociales que han dado a esta nueva generación una sensación real de esperanza para un mejor futuro. Sin embargo, no será la aplicación de la carta democrática de la Organización de Estados Americanos (OEA), ni el envío de nuevos Nuncios Apostólicos desde el Vaticano lo que reparará nuestra limitada capacidad de entendimiento y desarrollo institucional. El deus ex machina no salvará ni a Nicaragua ni a los nicaragüenses. El cambio de pensamiento político es el primer paso (y el más difícil) para construir un verdadero proyecto de nación. Si logramos de verdad la inclusión (esa inclusión en donde incluso los menos favorecidos o los “perdedores” puedan contribuir), ya habremos dado el primer gran paso a la modernidad.

Notas


Campbell, Ross (2015). Winners, losers and the Grand Coalition: Political satisfaction in the Federal Republic of Germany. 

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